lunes, 12 de enero de 2009

Once

Aeroparque, 7 de octubre de 1992

Rubia: Tengo algunas cosas para traerme de cuando anduve por allá.
Y no quiero que te sientas atrapada por los detalles. Y que te tengas que venir. A liquidar la luz que se filtra por las rendijas. Tapando los retacitos con los dedos. Como si pudieras. Ridícula.
Por eso voy a recordarlas a todas. Para poder traerlas junto a los viejos diarios. Cuando pase mañana, a las nueve. Que me baje del ómnibus y antes toque campanas para despertarme. A las siete y quince. Justo cuando pase el diariero y tire el paquete por debajo de la puerta. Y que, mientras desayuno, vos estés esperando que pueda juntar todas aquellas imágenes. En la caja de cartón que nos dejó el televisor. Llena de papeles ajados. Tus ojos y mi mirada. Aquellos enamorados de La Rambla. Cerca del Duero. Junto al cruce con el Salado. Siguiendo el cauce del Oder. Y tus ojos y mi mirada pegados al surco de sus labios. Y el remanso de aquellas curvas hechas para sorberse. En los pliegues del agua que inundaba la Rue Blanc. En la Place des Geants. Y el sol no cedía en su enojo. Pero tus nubes opacaban todo. Y yo no pude decirte que no. Que no lo hicieras. Que no tiraras los papeles del acuerdo. Allá, en las estepas de Auckland, en las sabanas del Guadalquivir, en las sábanas del Ritz. En tus historias mancas. En las gradas del Ganges. Cuando pasa por Estambul, Vladivostok y Salsacate. Atrás de la cascadita. Pegada a la cintura más sensual. La del recuerdo frágil. Era una adolescente llorando, apoyada en un póster de Mc Cartney. Mientras la mirábamos. Allá por el desgarbado Paseo de las Artes. En pleno centro de Lima.
Como verás nada ha cambiado.
Y todo ha cambiado.
Vos, con tu sonrisa ajada y yo, con mi estupidez creciente. Sólo comparables a aquel cuadro de Mondrian: Los furibundos.
Y, rueda y círculo, es ese cuadro una de las cosas que me quiero traer. De cuando anduve por allá.
Lo que pasa es que te odio tanto. Y no me quiero permitir perdones. Que ya los he pensado. Que me asaltan, tramposos, al subir las escaleras. Que me siguen hasta la habitación de mis hijos. Que esperan a que les apague la luz. Que cierre la puerta. Que se instalan justo debajo de la lámpara. Que ya se acurrucaron junto a los “Rivera”. Y, parodiando a los Castelli, a Baudelaire, a Rosas, me gritan –con voces sordas y roncas- insultos incomparables. Atractivos. Convincentes. Entonces, no. Que si voy, van a volar conmigo. Y hasta es posible que intenten cambiarme las rotosas imágenes que todavía me quedan y te me aparezcas atractiva. Convincente. En tus seguros insultos. En tu odio que no sabe de perdones. En tus ojos negros. Animaleados de tanta primordialidad.
Entonces, no. A pesar de que ya comencé a despertarme. Son las siete y quince. De que pase el ómnibus a las ocho y treinta. Y lo voy a tomar. De que llegue a aquella tierra. Y vos estés ahí. Desdentada ya, quizás. O tan hermosa como antes. No importa. Porque no voy a ser yo quien llegue. Si no aquel atribulado. Desesperado dependiente. Que no vive si no te recuerda y piensa, en cada momento, en todas las cosas que le quedaron junto a vos.
Pero yo te odio. Y me voy a quedar acá. Acá. Hasta que resuelva conjurarte. Aplacarte. Disolverte. Para mirar de nuevo y ver Hiroshima. Y no morir.

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