lunes, 12 de enero de 2009

dieciocho

Las Flores, 2 de septiembre de 1995

Querido Totó: Pocos siguieron. Como si la vida nos hubiera servido para llegar a alguna otra cosa que a un paso efímero por el papel de algún diario que se nos dedicó. Puedo decir que no te he esperado durante todos estos años, pero que cuando miro la carta me dedico a preparar la casa... por si llegás.
Aunque sé, y no es un secreto que lo sé, que nunca llegarás, que no vendrás más, que cuando busco y miro las fotos sólo encuentro las sonrisas que ya no harás, las muecas de aquellos niños que fuimos.
Pero es que en la carta me pedías la revancha de aquel partido que te robé al cabecear justo cuando pasaba Martita. Gol y a cobrar... y a cobrar el paquete de figuritas con los jugadores de la Primera... ¿qué será de Martita ahora?, ¿De aquellas figuritas?, ¿De aquel álbum que entregamos en el kiosco de Gabarné y de la pelota que nunca vino?...
Sé que no vas a volver pero, como en la película Cinema Paradiso, cuando Alfredo, el viejo, le pide a Totó que no vuelva, yo siento que alguna vez, quizás, encuentres la puerta y te aparezcas con los pantaloncitos verdes a jugar “el cabeza”, como hace ese adulto en que se convirtió Totó.
Yo, por las dudas, preparo la casa y dejo sobre la mesa aquella carta, mis “cortos” y una pelota de gajos cosidos por Larretape. Para jugarte la revancha, aunque todo parezca indicar que será inútil, que no volverás... en el cajón de la mesa de la cocina guardo los recortes de la guerra, tu nombre en la lista, y la tapa en donde vamos ganando.

Yo no pude recoger los pedacitos que el cura censuraba, los fragmentos en que quedó hecha la carta que le mandaste a Martita aquella tarde, cuando la interceptó el papá. No pude alcanzar a grabar tu voz contando que estabas bien, que la colimba no es la guerra, que quedate tranquila mamá... No me alcanzó la guita para comprar el diario en donde salieron todos los compañeros de la secundaria recordando tus “hazañas” en el patio... No. Sólo logré rescatar aquellos recortes, tu nombre en la lista y la tapa...
Sé que Cinema Paradiso es una película, pero ese Alfredo logró juntar los besos y destruir el recuerdo haciéndolo alegato. Y yo sólo te ofrezco estos despojos del pibe que conociste. Que aún te espera, todo pasado, para jugar un picado que exorcice mis recuerdos y niegue la historia.

Querido Totó, esto no es una película, esta no es una carta que voy a mandar, esto sólo es lo que grito cuando nadie me escucha, cuando abro el cajón de la mesa de la cocina, cuando detengo el tiempo y me permito hablarte.
Luego pienso en serio en vos, encaro al cura, a los padres de las martitas, voy a la radio, me encuentro con los compañeros... y les arranco los fragmentos censurados.
Como vos lo hacías.

10+7

En el galpón, 25 de mayo

Querido papá: Aquí estoy, junto a la ventana, casi recitando los viejos oficios de la rutina. Mientras que se te consume el oxígeno en aquel pueblo mío. Y, por eso, espero exorcizar tanto pasado para poder despedirte.
Yo sólo tengo treinta y pico de años y vos gastaste 90. Yo salí disparado del destino pensado, y vos te asumiste solo todo lo que se había pensado en la familia para la “patria gringa”, para fare l´América. Mis hermanos se repartieron entre la muerte, la sobrevivencia y la confianza resignada en que los hijos harán nuestros sueños, desearán por nosotros... y lo lograrán. Vos vivís-te en un mundo donde, y lo sabías mejor que nadie, nada es para siempre. Yo estoy aquí sin poder soportar el más mínimo dolor. Y vos te tomaste todas las desgracias de un trago.
Hasta es posible que pase el día de tu muerte y vos no te mueras por ser fuerte, nomás. Y yo siento que, a menudo, me apago como la luz en un atardecer de julio. Y siento que cada vez más quedan huellas. El rostro duro de seriedades y la cabeza ocupada y sin lugar para sonrisas y sorpresas. Querido papá, yo no estoy preparado para perderte. Aunque ya sé que no voy a tener tiempo para aprender nada más, salvo el gesto mínimo de cerrar los ojos cuando lo sepa y llorar.
Y vos vas a volver a la fragua del taller, con los ojos bebiéndose el fueguito, mirándome de reojo, respetándome los tiempos carasucias, las rodillas peladas, los viejos soldaditos, los desplantes a tus sueños, confiando.
Querido papá... otra vez voy a llegar tarde y sin tiempo para contarte todo esto, aunque ya sé que no hay de estos tiempos, que no son ciertos. Y que, así como yo te escribo esta carta hoy –en esta mañana brumosa de mayo en La Plata- habrá otra carta que se empieza a escribir en la cabeza de algún hijo mío.
Mirándote iluminado por aquellas luces calientes del hierro-fuego, espero que, en esa carta, haya una luz tan tibia como aquella. Chau papá.

Dieciseis

Asiento del pasillo, en el ferry a Colonia, 1 de abril de 1994

Querido Daniel: Justo ayer pasó, por enfrente de casa, don Mac Williams. Todavía tiene aquel saquito tejido y cambió la corbata negra por otra, azul. Los dedos amarillos del cigarrillo y siempre envuelto en su nube de humo. Y allí, mirándolo, me quedé. Y te volví a recordar, te ví, escondido atrás de las ventanitas del Gimnasia. Toda la banda dudando entre el deseo de que le tiraras y que no. Que era don “macuilian”.
Cayó el cigarrillo y él se quebró, despacio. Titubeó y por unos segundos todo el mundo quedó quieto, ausente de futuros. Nuestros ojos buscando el dolor, la caída, el final. ¿Te acordás en qué pensabas?. Solo, atrás de las paredes, quizás al lado de una planta de ortigas. Y todos nosotros, derrotados, mirando el juego sin saberlo.
Luego se enderezó y nos dedicó un guiño cómplice antes de seguir camino al Español, a su ginebra, sus naipes, su humo y el ruido seco de los tacos de billar.
¿Qué se hizo de nosotros, Daniel? De aquellos pedacitos de hombre. ¿Cuándo nos fuimos? Que yo no me enteré. ¿Adónde?.

Hoy vivo aquí, al lado de no sé quién. El Gimnasia busca dueño. El Club Español tiene cáncer de pulmón y una cirrosis terminal. Y escribo cartas inútiles, que no voy a mandar, a amigos que ya no lo son y sobre recuerdos que, de tan personales, no retoman ninguna historia.
Querido Daniel, sigo amando el pasado. Estoy muerto. Soy una estatua de cemento barato. Sólo queda de mí una masa descompuesta. Te queda la tarea de recordarle, a quien quiera soñar otra historia, que eso soy yo. Una vida sin más relieve que el nombre común que tuve. Que no me imaginen otro. Que yo ni siquiera me animé a cruzar la calle, buscarte al lado de las ortigas y preguntarte si habías tenido el mismo miedo.

15. XV.

En el Bar La Reforma, 20 de octubre de 1993

Viejo Mario: Es posible tener que elegir a quien darle el alivio. Es posible. Que no haya más solución que el dolor. Pero, querido Mario, no debe ser eterno. Vos podés salir del acecho de los recuerdos. Allí está aquel de la mirada rota. Allá los de las manos sangrantes. Aquí está el propio Cangui. Acercándote a tu mejor hombría, al momento de la decisión. Y todos ellos viven con la misma certeza del dolor. Que ya terminó. Y no fue la morfina final la que lo dispuso. Sino el inmenso calor de tus ojos en el momento último, de las caricias de tus manos tensas, de las pocas palabras que salieron para el adiós.
Hasta es posible que uno no soporte la noche, cuando las cuatro de la mañana acechan. Pero el dolor no se saldó ni se saldará con la miseria, con el olvido, conque nos sojuzgaron. Se saldará con tus ojos diciendo que todo está bien, y la sonrisa de los compañeros sorbiéndose el grito desgarrador del acero caliente, para que vos puedas dormirte y compartir la misma paz que ellos sintieron ante tu elección.

catorce

Bar Mix, 13 de septiembre de 1993

Fer: Si alguna vez podés volver, ¿qué vas a llevar entre tus ropas?
¿Pastito de la canchita del Suncho? ¿O una astilla del ombú de la pileta? ¿Te vas a acordar de la primera noche? ¿Del miedo? ¿De la noche? ¿De mí?
¿Cuántos pasos hay entre la puerta y la primera mesada? ¿Qué comimos? ¿Cuánto frío hizo?.

¿Vas a poder volver? ¿Solo? ¿Sin los otros? ¿Cómo vas a viajar desde el aeropuerto al pueblo? ¿Cómo vas a hacer para encontrar aquellas piedras? ¿Cuáles vas a levantar? ¿Con quién vas a hablar? ¿Te van a alcanzar los ojos para ver?.

Yo no voy a volver sin ustedes. Y mirá que no hay amanecer que reemplace nada, no hay luz más pesada que aquella de las linternas. Pero no creo que pueda caminar un paso sin sentir los “borcegos” del gringo Luna, las puteadas de Tello. No va a haber grises como los que contaba Bossi, y yo no voy a mirar rojos como los que vi junto a tu silueta apoyada en los galpones del polvorín.
¿Recorrer los senderos de piedras sin la seguridad de los fusiles? ¿Mirar la otra bandera? Sin ustedes, no.

Es que aquellos ruidos, aquellos olores, no son el festejo del pasado. Son quienes me forman, me conforman. Aliados con las siestas de mi pueblo en verano, las rondas en bicicleta por las casas de las chicas, los muertos de la familia, una playa, una plaza, una pelota Nro.5, un par de botines que no llegué a usar, la colección completa de El Tony y unos libros de Sandokán. Eso soy yo. Y tu inmóvil palidez, cuando hubo que cruzar el puente y volver a combatir.

13

Hotel de Huéspedes, 12 de septiembre de 1993

Miguel: Tengo una imagen. Que no voy a contarte. Una imagen última. Tiene que ver con la noche. Y unos faros de camión rompiendo la niebla. Casi la llovizna. Y ustedes escondidos en las capas de agua. Con los ojos partidos bajo el casco. Amarillos de tanto verde oliva. Y las luces. Junto a los hangares. Bajo la orden de no despedirnos. Porque ustedes iban a volver.

Sin embargo, me diste la carta. “Queridos papás. Yo los quiero. Pero la Patria. Aquí. Albertito y el gordo Machado. Ellos sí sufren. Es que los educaron tibios. Friítos de aguante. Pero yo. Ustedes, sí. Me dejaron crecer. Y hoy puedo decirlo completo. Macho, sí. Como vos. Papá. Me decías. Y vos. Mamá. Te sonreías. Triste. Pero. Díganle a la tía. A doña Juana. A Erasmo. Que caí. Con sus nombres. En la boca. Acunado de siestas cordobesas. Guadales. Y el fulbito. Pero díganle a don Ricci. Que la Patria. Que hoy vi tan bonita a la bandera. Que me contaron que no son tan grandes. Esos gurkas. Borrachos. Y que, si caigo, seguro me llevo algunos. Sólo le tengo respeto a los helicópteros. La Patria”. El hijo lo firma.
La Carta. Que todavía está en el sobre. Amarilleada de años.

Y hoy volvieron. Ustedes. Pero no aquellos. Volvieron ustedes. Los mismos nombres. Grietas en las caras y los ojos partidos sin el casco. Con barbas extrañas. Enneblinadas. Brutos. Hoscos. Malheridos de humo. Mirando más allá de los lugares conocidos. Volvieron. Sí. Los mismos nombres. Pero otros. Sin los mismos temas. Borrados los recuerdos comunes.
Y vos, parado ahí. Otra imagen. Todo luz alrededor. Y vos, todo oscuridad. Sólo con dos fulgores. Ahora lo sé. Sólo dos fulgores, adentro. Volver. A buscarnos.
Un fulgor: volver a buscarnos, a aquellos niños. En aquellas fotos que tuviste que dejar. Huyendo de las explosiones que te corrían los pasos. En la carta única que te llegó. Y en la culata del fusil Laboulaye decía, y Mary.
Y el otro. El otro fulgor que tenés alojado. Volver a aquella noche. Retener la carta. Tachar lo de los helicópteros. Que eso es signo de debilidad. Y la Patria está hecha de estos fulgores. Casi inútiles. Si no fuera porque son lo único que te mantiene vivo. A vos. A ese otro que volvió. Y que, a pesar de que no me reconozcas, celebro que estés caminando por la calle. Extraño de luces ajenas. Oscuro de amigos. Pero vivo.

La carta bien guardada está. Y la imagen, en la tumba más oculta. Mis ojos amarilleados de años y verdes. Inútiles para contarla. Y reconocerte en ellas.

XII

Caleta Córdoba, 11 de septiembre de 1993

Mario, hermano mío: Parados en la punta de la saliente aquella. Punta Hookers. Pegaditos uno al otro. Descompuestos de frío. ¿Te acordás de qué hablábamos?.
No era de tu Chile. Ni de mis sueños. No era de mi guadal. Ni de tus campos arados. No era de tus escapadas, cruzando las vías. Ni de las mías. No era de cuando me subí al puente y vi la muerte pasarme cerca. Ni de tus ojos llenos de lágrimas en el cementerio. No era de tus hazañas al volante. Como aquella de girar y girar en redondo frente a la comisaría para luego quedarte sin nafta para escapar. Ni de mi camiseta verde, con vivos blancos. No era de mis autitos de juguete. Ni de tus viejos. O los míos. Ni de tu novia. O la mía. Ni de tu miedo. Ni del mío. Ni del hambre. La sed. O la noche.
Justo ahí. Parados. Pegaditos. Esperando que se vieran los primeros fogonazos de las fragatas bombardeando, nosotros hablábamos de la bandera y el himno. ¿Te acordás? De que nunca nos habían enseñado a verlos y a oírlos. De que aquel sol no era lo mismo que estuviera o no. De que cuando cantábamos jurar con gloria morir, era eso. Y no otra cosa. Y vos lo cumpliste. Te caíste, absurdo, desmadejado de humo. Y no hubo Dios que te lo disipara. Y no hube yo. Y no hubo sol. Pero sí te moriste. Y la gloria no te vino de repente. Como una luz que te ilumina. Te desangraste hasta secarte. Te pusiste azul. No me hablaste más. Y en aquel silencio yo te grité. Que no había gloria. Que no te me murieras. Que no había gloria. Que no había gloria.
Y hoy, mirándote reír, me doy cuenta de que si te moriste aquel día fue por el humo, fue por el azul, fue por los fogonazos, fue porque quisiste.
Y que eso es suficiente. Aunque, cuando canto el himno, tiemblo. Siempre.

Once

Aeroparque, 7 de octubre de 1992

Rubia: Tengo algunas cosas para traerme de cuando anduve por allá.
Y no quiero que te sientas atrapada por los detalles. Y que te tengas que venir. A liquidar la luz que se filtra por las rendijas. Tapando los retacitos con los dedos. Como si pudieras. Ridícula.
Por eso voy a recordarlas a todas. Para poder traerlas junto a los viejos diarios. Cuando pase mañana, a las nueve. Que me baje del ómnibus y antes toque campanas para despertarme. A las siete y quince. Justo cuando pase el diariero y tire el paquete por debajo de la puerta. Y que, mientras desayuno, vos estés esperando que pueda juntar todas aquellas imágenes. En la caja de cartón que nos dejó el televisor. Llena de papeles ajados. Tus ojos y mi mirada. Aquellos enamorados de La Rambla. Cerca del Duero. Junto al cruce con el Salado. Siguiendo el cauce del Oder. Y tus ojos y mi mirada pegados al surco de sus labios. Y el remanso de aquellas curvas hechas para sorberse. En los pliegues del agua que inundaba la Rue Blanc. En la Place des Geants. Y el sol no cedía en su enojo. Pero tus nubes opacaban todo. Y yo no pude decirte que no. Que no lo hicieras. Que no tiraras los papeles del acuerdo. Allá, en las estepas de Auckland, en las sabanas del Guadalquivir, en las sábanas del Ritz. En tus historias mancas. En las gradas del Ganges. Cuando pasa por Estambul, Vladivostok y Salsacate. Atrás de la cascadita. Pegada a la cintura más sensual. La del recuerdo frágil. Era una adolescente llorando, apoyada en un póster de Mc Cartney. Mientras la mirábamos. Allá por el desgarbado Paseo de las Artes. En pleno centro de Lima.
Como verás nada ha cambiado.
Y todo ha cambiado.
Vos, con tu sonrisa ajada y yo, con mi estupidez creciente. Sólo comparables a aquel cuadro de Mondrian: Los furibundos.
Y, rueda y círculo, es ese cuadro una de las cosas que me quiero traer. De cuando anduve por allá.
Lo que pasa es que te odio tanto. Y no me quiero permitir perdones. Que ya los he pensado. Que me asaltan, tramposos, al subir las escaleras. Que me siguen hasta la habitación de mis hijos. Que esperan a que les apague la luz. Que cierre la puerta. Que se instalan justo debajo de la lámpara. Que ya se acurrucaron junto a los “Rivera”. Y, parodiando a los Castelli, a Baudelaire, a Rosas, me gritan –con voces sordas y roncas- insultos incomparables. Atractivos. Convincentes. Entonces, no. Que si voy, van a volar conmigo. Y hasta es posible que intenten cambiarme las rotosas imágenes que todavía me quedan y te me aparezcas atractiva. Convincente. En tus seguros insultos. En tu odio que no sabe de perdones. En tus ojos negros. Animaleados de tanta primordialidad.
Entonces, no. A pesar de que ya comencé a despertarme. Son las siete y quince. De que pase el ómnibus a las ocho y treinta. Y lo voy a tomar. De que llegue a aquella tierra. Y vos estés ahí. Desdentada ya, quizás. O tan hermosa como antes. No importa. Porque no voy a ser yo quien llegue. Si no aquel atribulado. Desesperado dependiente. Que no vive si no te recuerda y piensa, en cada momento, en todas las cosas que le quedaron junto a vos.
Pero yo te odio. Y me voy a quedar acá. Acá. Hasta que resuelva conjurarte. Aplacarte. Disolverte. Para mirar de nuevo y ver Hiroshima. Y no morir.

10. Diez. Ten.

Junín, 1 de junio de 1992

Querido Francisco: ¿Puedo?, preguntaste. No, te dije. No podés. No podés porque aun cuando yo quiera, y no quiero, ya no lograrás convencerme de nada. Y, sobretodo, no vas a poder pintar con rojos los troncos de los paraísos. Ni con amarillo los palitos de la plaza, ni con negro los carteles de calle 1. Los que están cerca del Colegio. Porque Celaya ya se olvidó de las instrucciones cívicas, cínicas. Basura. Porque Herrera ya nos separó para avergonzarnos. Porque Erasmo fue obligado a ser otro. Y no aquel que se decía a sí mismo ciudadano. Porque a ella se le cayó su sueño en el aljibe y nosotros ya no recitamos a Bernárdez. Porque la Pacolmo llegó antes del cine, te encontró tomándole el whisky y vos no supiste explicarle tus calzoncillos. Secreto a gritos en aquel living periférico. Porque la India Gatti no nos dejaría, aun hoy, reírnos de la peor de sus ignorancias. Porque Paipe todavía no pudo pasar el límite de sus miopías y decirte Je t’aime, gringo bruto. Yo también te deseo. Porque el Mataco nunca pudo cruzar la Pellegrini sin pensar en tus ojos tiesos. Porque ya no tenés colores en la paleta. Porque el amarillo escasea y el rojo se lo llevó todo Don Clemente. Para colorear el último retazo de tela que le vendió a mamá. Porque el azul huyó hacia el vagón final que se iba hasta Retiro. Y el negro se cayó desde arriba del frontón del Gimnasia. Y se hizo bruma. Y humo. En el incendio. Dónde se quemó casi todo. Salvo el recuerdo de las prohibidas para 18. Y vos codeándote con el Patito Toyos cuando pasaba María Marta. Violeta de linda. Rosa y fucsia. Pero las escondidas se terminaron justo cuando te caíste del tapial. Y tu gris lo compró tu viejo con el delantal de camillero. Y el blanco fuimos nosotros. A pesar de los intentos de escondernos de nuevo y que no nos tocara contar.
Así que no. Que se apague la luz y no vuelvas a preguntarme nada. Porque yo estoy sordo de tu voz. Y lloro sin colores. Y de nuevo fui al banco de suplentes. Y vos siempre fuiste titular. Y no te odio. Es que sos mejor. Y no entiendo por qué ahora preguntás. Si siempre pudiste todo antes. Pero hoy aprendí a no quererte y a no necesitar los colores que seguramente todavía debés tener.

Noive

Estación de Servicio de Luján, 15 de noviembre de 1991

Carlos: Si tuvieras la posibilidad de elegir, ¿vendrías?. O solamente te quedarías mirando la postal. O sonreirías con una secreta complicidad. O, luego de cerrar los ojos, te darías vuelta para seguir atornillando la estrella de bronce justo al lado del cable de tv. O pensarías en la última vez y lo que te costó alejarte. O vendrías a anticiparme que no, que esta vez no. Y te quedarías, como siempre. Absolutamente pegado a la historia mínima. La nuestra. Los ojos. Y tu sonrisa perdida. Sin más. Y, quizás, sólo el recuerdo de otros. Aquellos que fuimos. Y que ya no...
No vengas. Que ya no logro reírte. Ni siquiera en los mejores días, logro reírte. Y vos, sin sonrisas, te parecés mucho a mi peor pesadilla. No vengas.

oCHO

Laguna de Monte, 5 de agosto de 1991

Alfredo: Tuve pocas horas para pensar. Mi viejo, sabio por viejo y por dolores, dijo que a alguien que vuelve de la guerra hay que darle trabajo. Conseguirle trabajo. Que trabaje. Que cambie las horas de espera. La espera del ataque. El ataque. Que las cambie por las manos endurecidas de apretar tuercas. O entumecidos los ojos de contar plata ajena. Trabajo para volver. Porque si no, quieren quedarse. Extrañan las horas muertas, primero. Y luego extrañan a los muertos.
Mi viejo llamó a la familia y se lo dijo.
Yo no me enteré nunca. Ni hoy que te lo estoy contando. Que trabaje. Que no espere. Que piense mientras trabaja.
Yo no lo escuché nunca. Y él lloraba cuando empecé a trabajar.
Quizás no pueda volver a la guerra, pero hoy sé que volvería. Por él. Para que, si vuelvo, él pueda decirlo de nuevo y yo tenga la oportunidad de escucharlo.
Y me quedaría quietito, sin hacer ruido, esperando que él llame a la familia y se lo diga. Y yo lo pueda escuchar. Para abrazarlo y pedirle que no llore. Que tuvo razón. Que su sabiduría me salvó el cuerpo y un pedazo grande de la cabeza. Pero que quiero sentarme un rato con él y pensar juntos en los hijos que vuelven de la guerra y quieren saber.

7.

Hospital Español, 4 de agosto de 1991

Palomo: Cuando vuelvas, traete unas piedras. De las del camino. Las grises. Y unas fotos. Y vení y contanos qué estás haciendo.
Ayer lo vi al Indio Córdoba. Hijodeputa.
Vení cuando quieras. Y si podés avisá. Que tengo que irme hasta Moldes a buscarlo al Gringo Luna, a Monte Maíz por la Pepa Grivarello. Avisarle a Nico Palomino y al viejo Traverso en Rosario. No sé si todavía estará. José en Cruz Alta y Gabriel... Tengo que llamarlo al Loco Ciuna, el de Rufino. Pablo Mana. Arturito está acá...
Pero vení. Condorito en Monte Maíz. El gringo Palmieri.

No volví a ver a nadie.....
Estoy esperando que vuelvas vos.....
A veces me pregunto por qué. Por qué no los llamo. Por qué no volvés.

Seis

En la ruta, 24 de julio de 1990

Dany: Yo sé que te vas a acordar: RUMPELSTISKIN... Mensaje Mágico... el padre Miguel... Paco leyendo esa receta absurda de cómo cocinar pato a la naranja... los discos que nos llevamos... “Songs from the wood”... Jethro Tull... y el Nano con Crosby, Still, Nash & Young.
Te tiro otra: salíamos después de cenar. Las bicis y los barrios. Nos hamacábamos hasta que nos echaban por grandulones.
Pispeábamos si estaba María de los Ángeles o Mariana Esnal. Y terminábamos tirados en la rotonda, sobre los bancos de cemento, prolongando el mástil pelado hasta cruzar la noche y tener la nueva certeza del infinito.
Y ésta: junto al Gato Garat planeamos el viaje de mochileros a Mar del Plata. Hicimos cuentas y fuimos millonarios por un instante. Rematábamos los D’Artagnan, los Fantasías, los Intervalos, El Tony. Vendíamos empanadas, las bicis, los autitos...
El Gato Garat, el Nano, vos, yo. Pero, ¿quién fue aquel que nos acompañó aquella tarde que hubo que hacer el aguante en el Barrio Norte? ¿quién era el quinto?.

Five

Lago Municipal, 2 de enero de 1989

Pepito: En un solo día traté de recolectar los recuerdos más necesarios.
La Casa Petty, los autitos Matchbox y los soldaditos de plomo de mi primo Miguel.
El cuadro de Caty con el ponchito.
La gomera que me regaló Escudero y me quitó el tío Fodor.
La mandolina de Don Adolfo y las siestas de Villa Rossi.
La mallita roja.
El Negro Camaño.
El bote de goma que me trajeron en el 2CV.
Aprendiz de plomero hasta las 20 hs.
La tía Marieta.
La manifestación que vi, una vez, en la escuela de la calle Pellegrini.
Los farolitos chinos de la plaza de Miramar.

Pero no pude llegar a encontrarte entre tantos rostros. Me pareció conocida una cara de la foto de 2° grado. Yo estoy como siempre. A la gomina. Y riéndome. Pero vos, ¿cuál eras?.

IV.

La Plata, 25 de diciembre de 1988

Querido Fernando: Hace poco, no más de un mes, volví al pueblo.
No me animé a llamarte. Sé del tiempo que pasó. Y cómo debemos de haber cambiado.
Pasé por el frente de tu casa. Ya no está el tapial donde tu vieja tiró la caja con los petardos. Tampoco está tu viejo, me contó mamá.
¿Qué nos va a pasar cuando nos encontremos? ¿Podremos abrazarnos? ¿Recordarnos? Hace poco vi una película con Robin Williams, Capitán Garfio. Un niño negro le buscaba la cara de Peter Pan por debajo de las cortezas y las corazas con que lo habían disfrazado la vida y el sistema.
¿Podremos reconocernos? ¿Abrazarnos realmente?.
No.
No. Ciertamente, no. Porque vos tampoco estás. Vos te quedaste hecho un jirón cuando empezaron a cañonear las fragatas. Y ya no me necesitás para caminar por las calles del pueblo. Ya no es necesario protegerte. De las burlas y las ofensas. Puto. Comilón. Maricón. Ni hay que aclararle a tu viejo que por más pelotas de fútbol N° 5 que te regale... una N°5 amarilla, marca Pelé...
Y que tus hermanos no te pidan nada. Un hombre no es lo que ellos quieren. Un hombre sos vos. Y era necesario decírtelo. No por vos. Por mí. Porque cuando te jironeaste me quedaron pendientes varias “agachadas”, renuncios. Y es preciso, no por mí, por vos, que te dejemos deshacerte en el frío y la niebla. Para que, alguna vez, puedas volver a caminar por el pueblo. Reconstruir el tapial y buscar los petardos. Y besarte con quien quieras. Y morir.

Carta 3

En un bar de General Acha, 11 de septiembre de 1985

He logrado acercarme a tu barrio. Sin que sospechen quién soy. Alquilé un pequeño departamento al final de la calle y miro por una ventana de postigos de madera. Puede ser que mis visitas al almacén sólo logren incomodar mis recuerdos, pero también es posible que empiecen a situarme en el corazón de aquellas tinieblas que conocí y hoy añoro. Aquellas imágenes que no puedo borrar de mis ojos, de mis sueños más profundos. También recorro las dos cuadras que tantas veces me describiste, luego de que los últimos vecinos se encierran en esas luces amarillas de hogares. Y, algunas noches, descubro ruidos como aquellos que decías conocer de memoria.
No podré reemplazarte en las historias que tejiste, pero creo que llegaré a conocerte más allá de aquellos relatos. Quedan la panadería y los hornos, la estación de servicio en el medio de la primera cuadra y los corralones de carros y camiones destruidos.
Puede ser que todo esté solamente algo más viejo, pero te juro que todavía se sienten los gritos del fulbito, de las tardecitas de invierno. Y sólo yo me detengo junto a las paredes a sentirles el olor, pasarles la mano, descubrirles los huecos de los mensajes, el musgo y las letras raspadas a clavo y siestas adolescentes.
Ayer pasé frente a aquella casa que tantas veces me describiste. La puerta de calle estaba abierta a un zaguán profundo y fresco, y más allá... seguramente estarán el patio, las piezas al costado, la cocina grande al fondo. Yo sólo pasé caminando todo lo lento que pude y miré todo lo poco que se aconseja para estas ocasiones. Quiero decirte que no alcancé a percibir el olor que decías. Que mañana, cuando pase rumbo a la terminal, voy a parar a atarme los zapatos justo en la línea del zaguán para intentar sentirlo.
Y es todo. Puede ser que sea, como vos te cansaste de repetirlo, un cobarde... pero no puedo golpear la puerta y darles las chapitas con tu nombre.
Aunque ellos ya saben que estoy aquí y a qué he venido... y quizás estarán mañana en la terminal dándome la oportunidad de perderme el colectivo, y contarles cómo fue. Tres años más tarde, con su infinita paciencia y mi voz en un hilo.

Segunda carta

Villa Elisa, donde por la ventana veo una araucaria que se cansó, 3 de abril de 1983

Sergio: Alguna vez podremos tirarnos en la arena y dejar caer el cielo sobre nosotros. Mientras tanto sigamos cargando aquellas bolsas llenas de granos de la cosecha. Pues todo será así cuando nos llegue el temido telegrama. Trabajaremos mirándonos la cara. Yo te miraré. Me mirarás. Sólo descansaremos cuando toque el silbato. Merienda ingenua, voces y frases sin sentido. Y luego, solos, el llanto desplegado, con todos los rostros en nosotros, como si no nos entendieran. Pero te pido que no les concedas el miedo. Que el telegrama llegará igual e igual dirá que Dante murió, que la Patria, que... Que el dolor no te achique, que no te quiebre, que hay que llegar a casa y pedirle a mamá que cocine huevos, como todos los días, y como todos los días, hablar de Dante, de la guita que necesitamos para irnos hasta la playa y dejar que el cielo se nos caiga encima cuando Dante llegue y nos tomemos vacaciones.

I. Cartas que no voy a mandar. En un rincón de mis más roncos recuerdos, he guardado estas cartas que, estoy seguro, nunca voy a enviar.

Rompehielos Almirante Irízar, marzo de 1982-casi abril

Escribir. Como si en ello me fuera la vida.
Mientras afuera, ahí nomás, atravesando una delgada plancha de metal, montañas de agua se desplomaban y saltaban y marejaban, ballet furioso, canción pesada, alucinada pretensión de muerte.
El mar parecía no aceptar el recorrido... siempre pensé que al momento de una tormenta en el mar, ahí cerca, había un límite a partir del cual todo era calma y horizonte... no aceptar el recorrido. No dejarnos pasar sin costo. Mientras tanto, escribir.
Como conjurando tanta tempestad en un miedo peor: no poder decir antes lo que ya nunca diré. Porque ya no habrá tiempo ni lugar para decirlo.
Escribir una carta, la última. Sin caer en la certeza de que -lo más posible- esas cuatro o cinco hojas se vayan hacia abajo conmigo, cuando el ruido ceda al agua y busquemos con los ojos la última luz.
Escribir. Que no me olvide de nadie. Que cada uno se sienta reconocido. Que cada quien reciba el inútil gesto de la memoria.
Escribir. La carta. La última. Con nombres propios ya tan extraños. Nombres de palabras cortas, ya tan extrañas. Extraños con nombres conocidos. Sonidos que habían significado algo hasta recién, cuando apareció una figura de agua y hule en el espacio de la puerta estanca y gritó: “¡los del primer turno de guardia, afuera!”... entonces el mar, el ruido, fueron los únicos conocidos. Tanto que dejé de escribir. Como si en ello no me fuera la vida.
Y acá estoy, parado frente a la balsa número 12. Esperando la imagen negra del relevo. Diciéndome que este viaje tiene por destino otro... por aquella calma, mirando aquel horizonte y cocinando salsa de camarones para una extraña que voy a conocer en el futuro.
Advertencia

“Hacer la guerra/atacar el corazón”
Eso quieren decir los dos ideogramas.
A ambos los encontré separados en una versión del clásico libro “El arte de la guerra” que la tradición le atribuye a Sun Tzu, general chino del pasado más remoto. Y los junté para tratar de resumir las dos raíces de mi escritura. La Guerra de Malvinas que, a mis 19 años, pobló de certidumbres una historia que me excede; y los restos de relaciones afectivas que, a mis 46 años, pueblan de fantasmas la historia que me contiene.

Lo que van a leer puede ser recorrido de varias maneras (como siempre, por supuesto), pero lo digo no sólo desde el hecho físico de empezar por el final o buscar alguna palabra clave, sino desde la hibridez de los géneros que recorre. Este blog tiene registros varios y otros tantos intentos de decir, una y otra vez, lo mismo: que “...el recuerdo es peor que Dios cuando pierde la paciencia...”.
Como comprenderán, no los expondré al juego estilístico de una pretendida universalidad. No, el recuerdo al que me refiero es al mío.

Algunos se han buscado, y se buscarán, en los nombres, los lugares y las historias. Hubo, y habrá, quienes hasta sufrieron, y sufren, por la semblanza que creyeron, creen, encontrar de sí mismos.
Yo no puedo impedir estas lecturas y, aunque tuve la tentación de escribir que todo lo dicho es ficción, Lili me sigue diciendo que es inútil, que nadie me va a creer, que todos van a creer reconocerse en los relatos, porque al fin y al cabo esa es la función de cualquier escritura. Y estas son, sólo, otras más. Como para que nos encontremos de otra forma, que los dolores se vean un poco y expliquen algo de tanto silencio.

Alguna vez dije que no iba a escribir más, pero felizmente nada es para siempre.