lunes, 12 de enero de 2009

XII

Caleta Córdoba, 11 de septiembre de 1993

Mario, hermano mío: Parados en la punta de la saliente aquella. Punta Hookers. Pegaditos uno al otro. Descompuestos de frío. ¿Te acordás de qué hablábamos?.
No era de tu Chile. Ni de mis sueños. No era de mi guadal. Ni de tus campos arados. No era de tus escapadas, cruzando las vías. Ni de las mías. No era de cuando me subí al puente y vi la muerte pasarme cerca. Ni de tus ojos llenos de lágrimas en el cementerio. No era de tus hazañas al volante. Como aquella de girar y girar en redondo frente a la comisaría para luego quedarte sin nafta para escapar. Ni de mi camiseta verde, con vivos blancos. No era de mis autitos de juguete. Ni de tus viejos. O los míos. Ni de tu novia. O la mía. Ni de tu miedo. Ni del mío. Ni del hambre. La sed. O la noche.
Justo ahí. Parados. Pegaditos. Esperando que se vieran los primeros fogonazos de las fragatas bombardeando, nosotros hablábamos de la bandera y el himno. ¿Te acordás? De que nunca nos habían enseñado a verlos y a oírlos. De que aquel sol no era lo mismo que estuviera o no. De que cuando cantábamos jurar con gloria morir, era eso. Y no otra cosa. Y vos lo cumpliste. Te caíste, absurdo, desmadejado de humo. Y no hubo Dios que te lo disipara. Y no hube yo. Y no hubo sol. Pero sí te moriste. Y la gloria no te vino de repente. Como una luz que te ilumina. Te desangraste hasta secarte. Te pusiste azul. No me hablaste más. Y en aquel silencio yo te grité. Que no había gloria. Que no te me murieras. Que no había gloria. Que no había gloria.
Y hoy, mirándote reír, me doy cuenta de que si te moriste aquel día fue por el humo, fue por el azul, fue por los fogonazos, fue porque quisiste.
Y que eso es suficiente. Aunque, cuando canto el himno, tiemblo. Siempre.

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