lunes, 12 de enero de 2009

I. Cartas que no voy a mandar. En un rincón de mis más roncos recuerdos, he guardado estas cartas que, estoy seguro, nunca voy a enviar.

Rompehielos Almirante Irízar, marzo de 1982-casi abril

Escribir. Como si en ello me fuera la vida.
Mientras afuera, ahí nomás, atravesando una delgada plancha de metal, montañas de agua se desplomaban y saltaban y marejaban, ballet furioso, canción pesada, alucinada pretensión de muerte.
El mar parecía no aceptar el recorrido... siempre pensé que al momento de una tormenta en el mar, ahí cerca, había un límite a partir del cual todo era calma y horizonte... no aceptar el recorrido. No dejarnos pasar sin costo. Mientras tanto, escribir.
Como conjurando tanta tempestad en un miedo peor: no poder decir antes lo que ya nunca diré. Porque ya no habrá tiempo ni lugar para decirlo.
Escribir una carta, la última. Sin caer en la certeza de que -lo más posible- esas cuatro o cinco hojas se vayan hacia abajo conmigo, cuando el ruido ceda al agua y busquemos con los ojos la última luz.
Escribir. Que no me olvide de nadie. Que cada uno se sienta reconocido. Que cada quien reciba el inútil gesto de la memoria.
Escribir. La carta. La última. Con nombres propios ya tan extraños. Nombres de palabras cortas, ya tan extrañas. Extraños con nombres conocidos. Sonidos que habían significado algo hasta recién, cuando apareció una figura de agua y hule en el espacio de la puerta estanca y gritó: “¡los del primer turno de guardia, afuera!”... entonces el mar, el ruido, fueron los únicos conocidos. Tanto que dejé de escribir. Como si en ello no me fuera la vida.
Y acá estoy, parado frente a la balsa número 12. Esperando la imagen negra del relevo. Diciéndome que este viaje tiene por destino otro... por aquella calma, mirando aquel horizonte y cocinando salsa de camarones para una extraña que voy a conocer en el futuro.

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